El mundo esta loco, lo sé y me atrevería añadir que la vida también. ¿A quién se lo ocurre salir del refugio en pleno bombardeo para ir a recoger una muñeca en un edificio en ruinas?. A mi, solo a mí, a Wolfgang Siegler, al estúpido Wolfgang Siegler. ¿Por qué decidí salir del hoyo a la superficie para caminar esos metros angustiosos mientras el hedor de los muertos y la atmósfera nebulosa del polvo que levantan los impactos de las bombas me envolvía sin que yo pudiera evitarlo?. Supongo que es la culpa; la culpa de ser enfermizo y débil, la culpa de no poder estar en el frente de batalla a causa de mi pecho estrecho, mis pies planos, mi cortedad de vista y, finalmente, mi cobardía. Esa es la verdad y toda la verdad del asunto. Preferí la fábrica al campo de entrenamiento, preferí la precaria seguridad de mi casa a la gloria del héroe. Y sucedió que, finalmente, preferí arriesgar mi vida por una muñeca abandonada en un edificio en ruinas, ¿no es paradójico?. Supongo que sí pero supongo también que no tenía otra cosa que hacer en medio de la incertidumbre de la espera.
No pude decir que no. No pude arriesgar una excusa ante ese acuoso par de ojos azules que me miraban con tanta desesperación.
-Ella esta sola y las bombas la matarán si se queda allí sola – me decía con su vocecita infantil.
-¿Dónde esta tu madre?. ¿Dónde está tu familia? – me volví fingiendo que buscaba algo en medio de la gente apiñada del refugio.
-Murieron –volví a escuchar su hilito de voz.
Es duro escuchar la palabra “muerte” de los labios de un niño y más duro aun que esa voz aguda y triste te recuerde, a través de la palabra “muerte”, que tú no deberías estar ahí. Quizá por eso, porque yo me había salvado de ser un nombre más en las interminables listas de caídos en el frente de batalla, que salí en busca de la muñeca que era la única familia real de aquella niña sucia de ojos azules. ¿Realmente salí a eso o salí con la esperanza de acabar de una buena vez con la angustia de aquella vida que no era vida entre sirenas antiaéreas y sentimientos egoístas de supervivencia?. Le sonreí –siempre he tenido el impulso de sonreír cuando se me acaban las palabras- y puse mi nudosa mano sobre su despeinada cabecita color de paja mojada. Me di media vuelta y me dirigí a la salida del refugio. No tenía otra cosa que hacer, ciertamente, más que arriesgar una vida que ya no me servía para nada en mitad de aquel inevitable infierno.
Supongo que unas simples palabras me hubieran devuelto a la realidad de mi cobardía impidiéndome la salida de aquel lóbrego lugar; pero, nadie las pronunció y yo salí a respirar el aire nocturno del bombardeo. El suelo se cimbraba cada vez que caía un proyectil haciendo impacto. El polvo, el resplandor rojizo de los incendios, el cañoneo inclemente de las baterías antiaéreas que parecían no acertar ante el constante movimiento del piso. Los cascotes de los edificios derruidos, el ruido constante de las sirenas… Si, aquel era el infierno, no me cabía la menor duda. Caminé los metros suficientes para darme cuenta que no podría sobrevivir a esa irreflexiva incursión mía entre las ruinas. Empecé a toser como resultado de mis congestionados pulmones en donde avanzaba el enfisema que los roía día tras día sin que yo pudiera detenerlo. Ahora maldecía a la enfermedad letal que me había salvado de enlistarme y que me tenía allí, en mitad de la noche, buscando una muñeca. “¡Estás loco!”, me hubiera gritado mi amigo Gustav de haberme visto deambulando como un empolvado fantasma en mitad de aquella locura. “Si, estoy loco Gustav. Estoy loco camarada, igual que tú que te fuiste a morir a un país extraño con tus entrañas congeladas expuestas al frío soviético por servir a una patria que ni siquiera le pudo devolver tu cadáver a tu pobre madre”. Y así inicié un soliloquio que pretendía ser un dialogo con algunos de mis mejores amigos que ya no estaban conmigo. Gustav era una tumba en Stalingrado, Max sería un cuerpo pudriéndose en las Ardenas seguramente, ¿qué es lo que terminaría siendo yo si persistía en permanecer allí como cualquier animal acorralado?. El miedo comenzó a desorientarme. ¿Qué sentiste tú, Gustav, cuando te alcanzó esa ráfaga de ametralladora?; ¿o tú, Max, cuando te alcanzó el impacto del tanque enemigo mientras te esforzabas por atisbar a través de la mirilla de tu Panzer?. Supongo que morir por la patria amenazada es más importante que morir por una muñeca; pero, ¿realmente está amenazada nuestra patria?. Recordé el día que Gustav llegó a mi casa durante el verano del 41 con su flamante uniforme de la Waffen SS. Antes le había visto ya enfundando su orgullo germánico en una camisa parda mientras amenazaba a un pobre hombre que, según él, tenía cara de judío. Gustav era un auténtico ejemplar ario, alto, rubio, de ojos azules, expresión fría y distante. Se afilió al partido poco antes de la famosa noche de los “Cristales Rotos” en 1938 y para él siempre fue un orgullo haber participado en esa expresión nefanda de la sinrazón humana. Max era diferente, cabello oscuro y ojos claros, menos ario pero más cálido. Era un poeta que estaba enamorado de la muerte. Se me dificultaba hablar con él porque siempre parecía que hablaba un idioma diferente, un idioma que solo él conocía. Me sorprendió cuando el año anterior me dijo: “Creo que voy a enrolarme”. Decidió hacerlo en una división de tanques que enviaron a las Ardenas. Recuerdo que cuando nos despedimos la última vez que lo ví, me sonrió de un modo inquietante y, después de un silencio incómodo, expresó: “No creo que nos volvamos a ver. No sé si regrese. De todas maneras, si lo hago, recuerda que me prometiste que jugaríamos a la Ruleta Rusa algún día”. No le contesté nada, no podía hacerlo; solo sonreí moviendo mi cabeza como queriendo reafirmar cuan loco estaba por proponerme eso cuando la realidad se estaba cayendo a pedazos a nuestro alrededor. Pues bien, Max, esa era mi propia “Ruleta Rusa”: salir a buscar una muñeca sin saber si podría regresar a entregársela a su pequeña dueña.
Cada metro de escombros me parecía un kilómetro de recorrido. Las bombas seguían cayendo y yo deambulaba sin saber hacía donde dirigir exactamente mis pasos. Mi mente, por el contrario, sabía exactamente hacia donde dirigirse dentro del interior de mi mismo. Primero recordé cuando se recibió la noticia de la muerte de mi padre aquel día del verano de 1918. Mi madre se derrumbó, mi abuela paterna se derrumbó junto a mi madre y yo me quedé atónito pensando en que significaba esa palabra. “Tú padre no regresará más con nosotros, Wolfgang”, me explicó un viejo hermano de mi abuela mientras me miraba conmiserativamente con sus ojos enrojecidos. ¿Qué había sentido mi padre al inhalar el gas que los ingleses esparcieron en aquella trinchera belga?, ¿en qué pensó cuando supo que no volvería a vernos?. ¿Pensó en mí, en mi madre, en mi abuela?. ¿En que pensaría yo mismo cuando una de esas bombas que se precipitaban desde el cielo me alcanzase finalmente?. Tal vez pensaría en la muñeca que no había encontrado o en los ojos acuosos de la niña o… Tal vez tendría pensamientos más prosaicos como la última vez que acompañé a Gustav a un burdel. A él le fascinaba el ambiente de los prostíbulos y presumía de conocer todos los de nuestra ciudad. Guardaba recuerdos de tales incursiones y le encantaba alardear de sus aventuras eróticas delante de cualquiera que le picara su condición viril. “Pensar en encuentros de burdel a la hora de la muerte, debe de ser patético” me dije a mi mismo en voz alta como para conjurar las inquietantes imágenes de mi memoria. Ciertamente, ese aspecto de la naturaleza humana siempre me había resultado desagradable aunque, por desgracia, totalmente necesario. Al pensar en ello, se me vino a la mente varios momentos anodinos de mis intercambios amorosos. La primera vez que cedí a la tentación de la curiosidad y acabé enredado entre las piernas de una vieja prostituta que, por más que lo intentó, no logró nada conmigo. El mejor de mis encuentros con una mujer disfrazada un martes de Carnaval en donde experimenté algo intenso, pasional y único pero breve e irrepetible ya que nunca más volvimos a saber el uno del otro. Por último, se me vinieron a la mente las imágenes de encuentros fantásticos con mujeres que había amado sin ser correspondido por ellas; imágenes perturbadoras para el momento crucial que me encontraba viviendo en esos momentos. ¿Qué podía hacer entonces si no era seguir buscando la muñeca?.
Los minutos se me hicieron horas y, en mitad de mi propio infierno, me di cuenta que nunca encontraría esa dichosa muñeca. Me di la media vuelta recriminando mi torpeza y encaminé mis pasos hacia el refugio que me había atrevido a abandonar de forma tan inconsciente. Supuse que no alcanzaría regresar pues el incesante bombardeo se recrudecía y yo estaba convencido que no podría alcanzar la seguridad del bunker. De repente, a punto de llegar al refugio, la tierra se cimbró de tal manera que fui lanzado por los aires aterrizando sobre una pila de cascotes. Caí de pecho y el golpe me hizo expulsar el aire con una violencia tal, que creí haber exhalado mi último aliento en ese justo instante; pero no, pude volver a respirar con dificultad y sintiendo un gran dolor al hacerlo. En ese momento, habiendo perdido mis lentes, busque a tientas a mí alrededor hasta que mis dedos tropezaron con un objeto familiar. ¡Era una muñeca!, sucia, con su vestido desgarrado y su rubio cabello enredado; pero, milagrosamente intacta. Después de tomarla con ambas manos, me dediqué a buscar mis lentes con ahínco. Esos no había salido tan bien librados ya que uno de los cristales se encontraba estrellado casi a la mitad; pero, aun así, podía ver un poco mejor que sin ellos. Abrazaba a la muñeca como si tuviera miedo que pudiera escapar y corrí los últimos metros que me separaban de la entrada del refugio tratando de poner a salvo una vida que, hasta hacia apenas unos minutos, no parecía importarme lo más mínimo.
Una vez dentro del opresivo y húmedo refugio antiaéreo, busqué a la niña para devolverle su muñeca. Tal vez era otra muñeca olvidada en mitad del bombardeo; pero, siempre existía la posibilidad que fuera la que me había enviado a buscar. Sujetando bien al dichoso juguete, me dedique a localizar a la pequeña entre la gente adormilada del refugio. Nadie la reconocía, nadie la había visto o la recordaba. Registré cada rincón de aquel atestado lugar sin encontrarla y, cuando estaba a punto de suspender mi febril búsqueda dudando ya de mi alterada razón, vi unas botitas negras y un trozo de tela azul que reconocí como parte de su mugroso vestido. Me acerqué y me hinqué junto a ella que dormía placidamente con sus manitas sirviéndole de almohada. No quise despertarla así que puse la muñeca cerca de ella y me alejé sin hacer ruido. De repente, a mis espaldas escuché una voz femenina que me decía en tono monocorde y sin expresión alguna:
-Acaba de morir. Estaba esperando su muñeca solamente. Debía de estar muy enferma. Aquí nadie sabe de dónde vino o cómo se apareció. Cosas de la guerra, ¿verdad?. En cuanto acabe el bombardeo la llevaremos a una fosa común. ¿Me acompaña?.
Me quedé helado y toda mi esperanza renacida se esfumó sin dejar ningún rastro.
-¿Usted la conocía? –volvió a escucharse la voz a mis espaldas.
-No – respondí exhausto.
-¿Viene de fuera del refugio?.
-Si.
-¿Fue por la muñeca?.
-Si – me volví irritado ante el inoportuno interrogatorio.
En ese momento me di cuenta que la mujer que me dirigía la palabra miraba al vacío como si estuviera ciega.
-Discúlpeme- añadí apresuradamente tratando de escapar de la incómoda situación.
-Si, claro. Pero, dígame, antes de que se vaya, ¿encontró la muñeca?.
-Si. Ahí la tiene en su regazo.
La mujer ciega me sonrió y volvió a preguntar:
-¿Cuál es su nombre, señor…?.
-Wolfgang. Wolfgang Siegler.
-Nunca olvido una voz, señor Siegler. ¿Usted también las recuerda?.
-No, me temo que no – empezó a impacientarme su charla sin sentido.
-Lástima – y sonrió de nuevo.
No, tal vez las voces las olvidara. Tal vez los rostros se desvanecían en mi memoria al paso del tiempo; pero era capaz de recordar una sonrisa que me hubiera cautivado o unos ojos que me hubieran visto con deseo. A mi memoria regresó de repente aquel lejano martes de carnaval y, esta vez, quien interrumpió sus pensamientos fui yo.
-Perdón, ¿cuál es su nombre?
-Eva. Eva Vogler.
-No tenga cuidado señora Vogler, mañana la acompañaré a dejar a la pequeña donde usted quiera.
-Gracias, es usted muy amable.
Si, el mundo esta loco y la vida también. Yo sobreviví a la guerra y Eva también. Nuestras familias respectivas, como la niña del refugio, se quedaron en el camino; pero, nosotros logramos emerger de nuestros respectivos refugios personales para poder hacer una vida en común y convertir los pocos o muchos días que nos resten juntos en eternos martes de Carnaval.