Este texto, es para tí Mostrenco. Para que lo deshagas como te apetezca y me digas, al igual que a Elena Poniatowska, que soy una cursi contumaz
. Lo escribí "ex profeso" para este espacio y espero que les guste, aunque sea solo un poquito, a aquellos que tengan la paciencia de leerlo completo. Como solían decir en la época de Cervantes y de Shakespeare: ¡sean indulgentes con su autora!.
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¡Cómo pasa de rápido la vida!. ¿No me creen?. Se me hace que apenas fue ayer cuando cumplí 15. Lo recuerdo muy bien. La atmósfera, lo claro del día, el olor; ese olor a flores. A rosas concretamente, mis favoritas. Era la primera vez que me obsequiaban flores y lo hizo mi papá, ese señor de los retratos, como dicen mis sobrinos-nietos. Recuerdo perfectamente ese día porque, tal y como todos no se cansaron de repetir, Celita llegaba a la edad de la ilusión, a la edad de los sueños, a la edad del primer amor. ¡Primer amor!. Soñaba con él, por supuesto, pero todavía no lo vivía. Había un niño pecoso y muy pelirrojo que recuerdo rondándome por esos años. Un niño, casi de mi edad, que me duplicaba la estatura y que se quedaba viéndome con sus ojos de res a punto de entrar al matadero. Nunca se atrevió a dirigirme la palabra pero, yo estuve segura, durante mucho tiempo, que la siguiente vez que nos encontráramos, si se animaría a hacerlo. Pasé de los 20 y lo vi desaparecer de mi vida hasta que, un buen día, en vísperas de mi cumpleaños número 30, me lo encontré a la vuelta de una esquina, dándole el brazo a una mujer muy esbelta que gritaba el nombre de tres niños rezagados. Esta vez, fui yo la que no se atrevió a decirle nada; solo lo vi pasar acompañando a la mujer pero con la mirada perdida en el horizonte. Recuerdo haber pensado: “¿Será feliz?” porque, por aquellas épocas, yo aun no lo era. “¿Se acordará de mí?”, me interrogué de nuevo interiormente. No, era poco probable que lo hiciera; finalmente, el chico pelirrojo había quedado atrás y Celita, la de los 15 años, también.
Pero... Regresando a lo rápido que se nos va la vida, ¿quién fue mi primer amor?. Hoy dudo que haya tenido uno, aunque entonces jurara, una y mil veces, que si fue así. Tal vez, mi único amor, mi verdadero amor, fue ese sueño que me empeñé vanamente en alimentar y proteger. A los 18, le puse el rostro y la voz de un amigo de mi hermano el mayor. Arturo, se llamaba, y era abogado, como mi hermano. Mi hermano lo conoció en la universidad mientras yo jugaba con mis muñecas y siguió frecuentando nuestra casa hasta que yo me enamoré de él. En realidad, él no se fue porque supiera que yo lo adoraba, se fue porque le surgió una nada despreciable oportunidad de trabajo para una compañía petrolera en Tampico. Y, de Tampico, brincó más allá del Río Bravo antes de la Expropiación. Supe que se casó, se divorció y se volvió a casar. Supe que tuvo hijos y que les dejó una considerable fortuna a la hora de morir. No supe nada más, absolutamente, nada más.
Pude haberme casado alrededor de los 25 pero, no lo hice. Me enamoré de un conocido de una amiga mía. Un joven de espectacular presencia, muy aficionado a figurar en sociedad. Mi amiga Gela me decía que no era un buen partido pero, aun así, me sedujo su apostura y gallardía con ese toque pícaro del seductor exitoso. Yo estaba que bebía los vientos por él pero él, bebía los vientos por otra: ¡mi hermana!. Al principio pensé que iba a la casa por mí, aunque no tardé en darme cuenta que prefería la charla intrascendente y poco edificante de mi hermanita. De pretensa, según yo, pasé rapidamente a chaperona de mi alocada hermana mientras entraba en mi vida un hombre al que yo resulté excepcional hasta el punto de pedirle, muy formalmente, mi mano a mis padres. El único problema fue que, aunque Ricardo era todo lo que una mujer de entonces hubieras deseado para si misma –guapo, rico y formal-, yo estaba encaprichada del casquivano Alfredo. Estuve a punto de hacer una tontería de la que no dudo me hubiera arrepentido el resto de mi larga vida; sin embargo, el destino se confabuló para impedirla: la noche en que yo estaba dispuesta a ir a buscarlo para declararle mi amor –con todas las consecuencias que de ello pudieran derivarse-, supe que mi hermanita, mi risueña y ligera hermana, se me había adelantado y ahora estaba irremisiblemente embarazada. La boda se concertó en menos de un mes y yo tuve que participar en ella con mi sonrisa congelada y tratando de disimular mis lágrimas que, para todos fueron propiciadas por la emoción del momento. Por supuesto, no fue un matrimonio feliz y, tras el parto, 7 meses después de la boda, empezaron a distanciarse. El acabó engañándola con todas sus amigas, ella no se quedó atrás y lo hizo con quien se le pegó la gana. Jamás volvieron a tener un hijo, aunque mi hermana repitió la experiencia del embarazo en un par de ocasiones más. El quiso divorciarse cuando supo que mi hermana estaba embarazada de nueva cuenta, ella se lo impidió amenazándolo con el escándalo. Duraron así más de 50 años fingiendo una felicidad que solo pudieron sentir después de sus Bodas de Oro cuando el deseo, finalmente, se convirtió en cariño, un cariño que duró bien poco pues tenía los meses contados. Estaban a punto de cumplir los 52 años de casados, cuando a él le dio un paro cardiaco mientras se vestía una fría mañana de invierno. No llegó al hospital; pero, tuvo un entierro muy concurrido. Mi hermana, no tuvo empacho en sobrevivirle casi 10 años más y tampoco en expresar puras loas del difunto a quien quisiera oírla cuando, en vida, no se cansaba de ofenderlo. Yo tuve que soportarlo como cuñado cuando lo deseé como esposo y, esa fue la mejor medicina para curarme de ese amor ya que, el trato y la familiaridad, lo convirtieron poco a poco en un ser vulgar y carente del atractivo que yo le había otorgado cuando me enamoré de él.
¿Qué pasó con Ricardo?, me preguntarán algunos de los que se encuentren leyendo esto. Era un sueño, no lo niego; pero, no mi sueño, así que, sin ningún remordimiento, lo dejé partir. Y no, no me he arrepentido de haberle dado calabazas –a pesar de que mi madre aseguró entonces que con el tiempo llegaría a hacerlo-. Tiempo después de mi negativa, Ricardo empezó a salir con otra amiga mía a la que se le declaró y por quien fue debidamente aceptado. Asistí a su boda en calidad de Dama de Honor y le amadriné a su primera hija. Su vida transcurrió sin contratiempos hasta que un buen día se lo llevó un tren camino de Cuernavaca. Dejó a mi amiga aun joven y con un par de niños a los que pronto les encontró un nuevo padre. Mi amiga juraba que Ricardo nunca pudo olvidarme, a pesar de que no se podía quejar del buen trato que le dispensó cuando era su esposa. De hecho, mi amiga dejó de serlo cuando se alejó a consecuencia de su segundo matrimonio. Supe que volvió a enviudar y también supe que nunca me perdonó que su primer esposo no lograra olvidarme por más esfuerzos que todos hicimos para que eso sucediera.
A los 35, me enamoré por tercera vez. Lo conocí en medio de un ambiente de primavera perfecto. Durante un paseo al que me habían convencido asistir mis jóvenes sobrinos. De hecho, mi hermano y mi cuñada insistieron que fuera para echarles un ojo aquellos jóvenes de 18 y 20 años tan entusiastas y deseosos de correr aventuras. Se suponía que, a parte de mí, irían otros adultos a vigilarlos pero, a la hora de hora, solo yo estuve para tratar impedir lo inevitable. El resultado fue desastroso. Conocí a Gonzalo, un simpático venteañero amigo de mis sobrinos. Iba con ellos a la universidad y estaba cursando el primer año de medicina dispuesto a revelar hasta el último incógnito rincón de la naturaleza humana. Como era uno de los que no iba emparejado, le tocó jugar conmigo y terminamos platicando, tumbados sobre la hierba, mientras veíamos a las nubes transitar ante nuestros ojos. Hablamos de mil y un temas. Yo traté de ser condescendiente con su juventud y me la pasé riéndome de sus inverosímiles comentarios. Él quiso impactarme con sus conocimientos recién adquiridos y trato de provocar en mi una admiración que después se reveló como peligrosa. La verdad es que, ese día, volví a pensar en la posibilidad de amar y ser amada por alguien. Empezamos a coincidir en casa de mi hermano y mi cuñada se refería a él como “el novio de mi Barbarita” –que así se llamaba mi sobrina-. Lo cierto es que Gonzalo frecuentaba a mis sobrinos por un motivo muy distinto: yo. Me costó aceptar que lo que me decía el chamaco en voz baja aprovechando que estábamos solos, fuera cierto. Yo me acercaba con rapidez a mis cuarenta sin desear ser inquietada por emociones que creía más propias de la juventud que de mi reposada madurez. Sin embargo... Un día en plena fiesta familiar, aprovechando que yo había ido a la cocina a recoger unos bocadillos, él me siguió y, después de cerciorarse que estaríamos solos, cerró la puerta. Me sorprendí al verlo hacer esa maniobra como si se estuviera escondiendo de alguien pero, no le di importancia y seguí colocando canapés en la charola. “Juegos de muchachos” pensé y seguí haciendo lo mío. Entonces, tomé la charola entre mis manos y me dirigí a la puerta con la intención de pasar por ella. Le sonreí a Gonzalo como contraseña para que me dejara pasar; pero, no se retiró. Yo le dije entonces que llevaba prisa con cierto dejo de impaciencia. En ese momento, Gonzalo se avalanzó sobre mí y me besó. Fue un beso torpe y apresurado que revelaba improvisación; sin embargo, para mí resultó ser el beso que yo había estado esperando desde que era niña. Por supuesto, la sorpresa hizo que la charola cayera de mis manos para irse a estrellar contra las baldosas del piso haciendo rodar a los canapés hacia todas partes. El estrépito fue tal, que Gonzalo dejó de besarme y varias personas se arremolinaron frente a al cristal de la puerta de la cocina para ver qué había sucedido. Lo único que pudieron ver fue a Gonzalo, y a mi misma, recogiendo la comida del piso. Uno de mis sobrinos entró a ayudarnos y a preguntar qué era lo que había sucedido. Ninguno de los dos pudimos contestar; Gonzalo me veía de soslayo mientras sus mejillas se teñían de rojo y yo, por mi parte, eludía la inquisitiva mirada de mi sobrino que no acertaba a entender el por qué de nuestro pertinaz silencio. Por supuesto, Gonzalo no se me volvió a acercar el resto de la fiesta y, aun, permaneció lejos de mi en muchas otras ocasiones que coincidimos en casa de mi hermano.
¿Qué sucedió con Gonzalo?. Hablamos, aclaramos nuestros sentimientos y decidimos que una relación entre los dos era imposible. Yo le dije que, en realidad, el nuestro era un amor condenado ya que, su juventud y mi madurez, no era la mejor mezcla para lograr que ambos encontráramos en el otro lo que en realidad queríamos. Lloré, me suplicó y, al fin, llegamos al acuerdo de que dejaríamos de vernos. Gonzalo nunca supo lo cerca que había estado de convencerme y yo nunca me he perdonado que mi educación y mis sueños me hubieran impedido decirle que sí. Gonzalito se curó rápido de su enamoramiento por mí y, después de varios intentos fallidos, encontró por fin a la mujer que se plegó a sus deseos. Supongo que para entonces, ya no se acordaba de mi mientras yo seguía fantaseando sobre lo que nunca había sucedido. Después de cumplir 40, y mientras me acercaba a la cincuentena, empecé a pensar que el amor que yo siempre había esperado ya no llegaría; por lo tanto, si no iba a llegar, ¿qué era entonces lo que yo debía hacer con mi vida a partir de ese momento?. Pensé y pensé que era lo que yo deseaba para mí, y llegué a la conclusión que, lo que realmente quería, era dejar atrás la espera y pasar a la acción. Por supuesto, tuve que esperar, una vez más, a que mis longevos padres fallecieran para empezar a hacer lo que realmente me diera mi regalada gana. El último de ellos en partir fue mi papá en vísperas de mi sexagésimo aniversario. El día que cumplí 60, vestida de luto y con una maleta en la mano, decidí abordar un avión y gastarme parte de mi herencia en un viaje a Europa. Iba sola, sin más compañía que mis empolvadas ilusiones y con la perspectiva de hacer, de mi vida sexagenaria, una aventura. Visité todos los países que quise conocer desde que era niña, compré todo lo que se me antojó comprar y regresé a mi casa, en México, dispuesta a cambiar mi vida. Vendí la casa de mis padres y algunas valiosas antigüedades que me correspondieron como herencia. Compré un departamento e invertí el resto del dinero que me quedaba en varios negocios que me propusieron algunos sobrinos segura de que mi futuro económico quedaba firmemente constituido con esta maniobra. Los años fueron acumulándose en mi organismo provocándome un desgaste inevitable mientras mis inversiones aumentaban mi capital permitiéndome vivir como mejor me apetecía. Por supuesto, cuantos más años tienes, más dinero necesitas para cubrir los achaques de la salud; pero, por otro lado, cubiertas las necesidades básicas, el dinero existe para ser gastado y eso es lo que yo hago sin ninguna reticencia. Ya le ha dado varias vueltas al mundo, sola o acompañada por familiares o amigos. Claro, de los 60 a los 80 pude hacerlo sin grandes preocupaciones; después de mi cumpleaños número 80, la salud empezó a reclamarme una mayor atención. Fue entonces cuando vendí mi departamento y me vine a un asilo a Cuernavaca. Mis inversiones seguían aportándome el capital necesario para no reparar en gastos y así poder seguir con un tren de vida satisfactorio para mí. Hoy, cercana a los 90, solo tengo una ilusión: vivir el cambio de siglo y de milenio en este templado rincón del mundo. Ya casi nadie me visita. Mis hermanos, algunos sobrinos y sobrinos-nietos, ya no viven. Lo mismo pasa con la mayoría de mis amigas y algunos ahijados. Últimamente, mi pensamiento más recurrente es el que tengo con respecto a qué pasará cuando yo me vaya. Las personas que me cuidan y están al pendiente de mi tratan de distraerme pero, es inútil; así que he empezado a ordenar todo para simplificarle la vida a mis herederos. Por principio de cuentas, quiero convertir lo poco que aun conservo conmigo en dinero contante y sonante, vender mis acciones a los descendientes de mis hermanos y reservar parte de esas ganancias para mi manutención –finalmente, a la edad que hoy tengo, casi todo lo que gasto se va en doctores y medicinas-. Ya casi no me muevo si no es para aprovechar el sol. Como poco y me la paso imbuida en mis recuerdos, esos recuerdo que me llevan a pensar en lo rápido que pasa la vida. Ayer, solo ayer, me parecía estar cumpliendo 15 años. El olor de las rosas, mis favoritas; lo claro del día... Un día como hoy, en el que aun tengo fuerzas para escribir esto. ¿Veré el albor de un nuevo siglo?, a veces lo dudo. 90 años, son muchos años y todos aquellos a los que alguna vez quise, ya no me acompañan. Pero, no me quejo; Dios sabe por qué hace las cosas y, si aun me retiene en este mundo, por algo debe de ser.