Era un ser obsesivo; por eso, cuando mató, su obsesión llegó a categoría de arte. Se llamaba... Bueno, su nombre en realidad no importa; como tampoco importa en donde vivía o en las condiciones en las que lo hacía. Tal vez, lo único importante es saber que vivió poco más de 18 años con la víctima sin que ella se percatara que, desde que llegó a la vida de ese ser obsesivo, nació en él el deseo inextinguible de su destrucción. Era tan pequeña, tan poco cosa, tan indefensa y, sin embargo, tan molesta, tan profundamente molesta. Al principio lloraba, después empezó a emitir ruidos incoherentes, finalmente... Finalmente no aguantó su parloteo vano. ¡La odiaba!, ¡la odiaba aunque nunca se permitiera expresar en palabras ese odio!. La odiaba como jamás había odiado en toda su vida y decidió que su obsesión , la obsesión que permeaba su vida cotidiana, fuera la que guiara sus pasos para poder llevar a buen fin su propósito de deshacerse de tan fastidiosa criatura. Empezó por estudiar el caso: ¿qué era lo primero que necesitaba hacer para que nadie supiese de su plan?. Ciertamente, el primer paso incluía el disimulo. No podía, ni debía de ser obvio. Debía de acercarse a su víctima sin que está alcanzara siquiera a intuir su futura extinción. No era solo hablarle bonito, no era solo procurarle las caricias que necesitaba para dar por supuesto que no había amenaza en su persona; era más, ¡mucho más!. Era convencer a todos, propios y extraños, que la víctima estaba segura bajo su necesaria protección. ¿Cuántos años le llevó conseguirlo?, ¿siete?, ¿ocho?. Había perdido la cuenta de cuántos habían sido; pero, la obsesión lo hacía fuerte, así que siguió dando los pasos necesarios para obtener limpiamente su propósito. ¿Cuál fue el siguiente?... Elucubrar el método que debía de seguir para lograr su plan. Ese pensamiento ocupó todos los días y todas las noches de los siguientes nueve años, ¡nueve largos años!. Pensó en que tenía que ser un asesinato perfecto, sin dejar huellas que levantarán sospechas. Leyó cuanta literatura cayó en sus manos a propósitos de crímenes perfectos, estudió los casos de sus detectives favoritos: Perry Mason, Hércules Poirot, Miss Marple, Sherlock Holmes, el Padre Brown... Leyó a otros autores de renombrada valía como Dashiell Hammet o el mexicano Paco Ignacio Taibo II. Se nutría de fuentes ficticias para darse ideas o de fuentes reales para contrastarlas y decidir finalmente cuál sería el método más viable para lograrlo. Pasó muchas noches en blanco pensando y pensando, recreando las acciones en su mente para luego desecharlas o bien anotarlas en una libretita que escondía bajo los azulejos del baño. Cuando la nefasta criatura cumplió 18 años de vivir junto a él, empezó a desesperarse por su falta de determinación, por esa decisión largamente demorada que empezaba a pesarle como una losa sobre su obsesiva mente. La criatura seguía viva y él absolutamente inutilizado por su prolongada inacción. No sé decidía a hacer nada mientras las criatura engordaba, prosperaba y parecía que se burlaba de él solo con el hecho de seguir existiendo, de seguir respirando el mismo aire que él respiraba. Una noche, empapado en el sudor que le provocaba el insomnio, se levantó de la cama para irle a susurrarle al oído mientras la incauta criatura dormía a pierna suelta: “Duerme, duerme tranquila porque este puede ser tu último sueño”. No supo porque lo hizo, nos supo que le incitó a cometer una acción tan arriesgada; lo que si supo fue que ya no estaba dispuesto a esperar más y que su obsesiva paciencia se estaba agotando. Confundido, regresó a su cama a tratar de conciliar un sueño que llevaba años que no lograba. Ya no podía más, de eso estaba seguro; tan seguro como que lo que hizo esa noche le revelaba una fisura en el perfecto y obsesivo control de su disimulo. Tenía que actuar ya y dejar de lado sus disquisiciones internas acerca del método adecuado o del momento ideal. “La próxima vez que esté solo”, se dijo. “La próxima vez que esté solo lo haré con mis propias manos. Lo ahogaré, si. Lo ahogaré sin que se de cuenta y haré creer a todo el mundo que fue un accidente. Un hueso que no pudo tragar, si. Un hueso”. Y después de ese breve soliloquio, guardó silencio y esperó. Espero el momento perfecto y ejecutó la acción tal y como la había planeado. La víctima apenas opuso resistencia. El factor sorpresa fue definitivo y tras boquear un par de veces, el enorme hueso de la fruta quedó atorado en su garganta. Laxa y sin fuerzas, la víctima cayó al piso con sus redondos ojos bien abiertos. El ser obsesivo tuvo miedo, jamás había visto a la muerte tan de cerca y jamás había provocado la muerte a ningún ser vivo, por lo menos de manera intencional. Clavado en el piso, casi a la mitad de la sala de aquel antiguo departamento, nuestro obsesivo protagonista contemplaba su macabra obra. De inmediato quiso deshacerse del cadáver. Sabía que pensarían que había sido él, tenía que pensar en una coartada. Se enfiló con grandes zancadas a la puerta, tomó su impermeable, un paraguas y salió a caminar bajo la lluvia a pensar en que versión daría cuando le cuestionasen sobre el hecho. Caminó y caminó hasta perder de vista el viejo edificio donde vivía. Su mente obsesiva se volvió un revoltijo de ideas contradictorias y absurdas. ¿Valía la pena regresar a la escena del crimen, como expresa ese contundente axioma policiaco?. Por más que le daba vueltas a ese asunto, no encontraba otra salida: tendría que regresar a hacerse cargo del cadáver y rogaba que el tiempo estuviera de su parte. Parado frente al escaparate de una tienda, le echó una rápida ojeada a su reloj de pulso y, sin pensárselo dos veces, inició casi corriendo el camino de regreso. Era tarde, muy tarde y debía de llegar antes de que cualquier otro habitante del departamento lo hiciera. Ese era un pequeño detalle que lo atormentaba. Salió a despejar su mente sin recordar, ¡o querer recordar!, que no vivía solo y que, en cualquier momento, alguien atravesaría la puerta del departamento. Su corazón, acelerado, quería salírsele por la boca mientras su paso acelerado empezaba a tener características de carrera. Dando vuelta a una esquina, cerró su paraguas y su paso desbocado, a punto estuvo de causar otra tragedia. Alcanzó finalmente el portal del viejo edificio y, desesperado, echó a correr escaleras arriba seguro de que debía ganar tiempo. Frente a la puerta del departamento, comenzó a buscar la llave que, minutos después, no acertaba a encajar en la cerradura preso como estaba de sus incontrolables nervios. Y si hubiera llegado antes que él...
____ ¿Cariño?- preguntó con voz meliflua el ser obsesivo tratando de controlar su visible agitación.
____ ¿Cariño?- volvió a repetir más calmado al no escuchar ninguna respuesta.
____ ¿Eres tú Gaby?- se escuchó una apagada voz masculina emerger desde la sala.
____ Si Gerardo, soy yo. ¿Ocurre algo?.
____ Ven, por favor.
El ser obsesivo, desprovisto ya del impermeable y habiéndose compuesto frente al espejo del recibidor, respiró hondo y dirigió sus pasos hacia la sala mientras su mente trataba de urdir la trama de una coartada creíble.
____ Mira- señaló el hombre el frío y tieso cadáver de una hermosa ave tropical-. No me atrevo a tocarlo. ¡Qué le diré ahora a mi madre después de que se desvivió por poder regalarme esa ave tan costosa!.
____ Pero, ¿realmente está muerta?. No sé, tal vez solo lo está fingiendo. ¿Recuerdas la otra vez que se atraganto?.
____ No- le interrumpió Gerardo con determinación-. Esta absolutamente fría. ¡A quién se le habrá ocurrido darle una fruta semejante!.
____ Seguramente fue Lupe. Ya sabes lo bruta que es. Con eso de que en su pueblo saben criar a estos animales...
____ Pues mañana la despides. No es la primera vez que intentaba matarla. Te consta que la mujer esa odiaba al pobre de Gabo.
____ Si Gerardo. Se hará como tú digas- le produjo una breve y efímera reacción de arrepentimiento el insospechado giro que estaba tomando aquel asunto -. Pero... A lo mejor Lupe no tuvo nada que ver. Tal vez fue otra persona. No sé...
____ Mi madre está fuera de toda sospecha –atajó Gerardo repentinamente-. Respecto a ti.... ¿Cómo voy a sospechar de ti si la adorabas?.
Para el ser obsesivo, el momento en que su esposo Gerardo besó su frente para compartir su dolor con ella, era la consagración de su arte como asesino. Y, en ese instante, mientras cerraba sus ojos para sentir los labios de su esposo sobre su frente, pensó: “Esto es solo un ensayo. Solo debo de pensar bien en como hacerlo y, el próximo beso que me des, tal vez limpie otras sospechas. Finalmente, tu madre no resistirá la desaparición de Gabo”.
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Ahora, sus devastadoras críticas, por favor.
POTNIA